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El amor en lo que solo el tiempo sabe

Que mi novela, Lo que sólo el tiempo sabe, es una historia de amor a caballo entre dos épocas que traspasa los limites del tiempo, explora sus normas y el modo de saltárselas, es algo que ya os he contado varias veces. Y lo hace desde el mundo de la Ciencia y la creatividad humana, de lo Paranormal, de los Mitos y de algunos conceptos de la Nueva Era. De hecho, toda la novela está impregnada de historias de amor, no solo de los protagonistas, sino de actores secundarios.

Aquí os dejo una escena entre la psicóloga, Carola Gómez, y el Guía y profesor Universitario que di en llamar Invención. Dice:

La vivienda de Carola era un calco de su consulta, cambiando el negro por el gris y el rosa por el crema en muebles y paredes. Iguales fotografías de viajes, idénticos objetos étnicos por todos lados, exacto ambiente perfumado de incienso u otras hierbas aromáticas...

—Me vas a permitir —solicitó Carola apenas aparcó a Invención en el tresillo de cuero gris del salón con un primer mojito en la mano— que me dé una ducha rápida. Estoy absolutamente destruida. Enseguida estoy contigo.

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Y desapareció, sin más, por una puerta del fondo que parecía dar a un dormitorio. Al poco se oyó, lejano, el rumor del agua de la ducha. Luego, silencio.

Invención, sin saber muy bien, que era lo que estaba pasando fuera del salón donde había sido depositado, miraba las fotografías que ilustraban las paredes de la casa.

El sol naciente comenzaba a filtrarse sin prisas por la ventana que daba a la Gran Vía de Hortaleza. El amanecer. En la lejanía, una tormenta magenta, adornada de rayos plateados, descargaba abundante agua en algún barrio alejado de Madrid. Y, más cerca, alguna chimenea a contraluz pinchaba de emoción el cielo aún oscuro y los sentimientos diáfanos del guía.

Acabadas sus abluciones, Carola salió del excusado cubierta exclusivamente con una minúscula toalla de baño que apenas le envolvía la parte central del cuerpo. Invención, al verla de semejante guisa, entró en erupción. Pensó que no existía una prenda más atractiva para cubrir el cuerpo de una mujer que aquella que llevaba la psicóloga. Y estaban solos, y seguirían así durante un periodo indefinido de tiempo.

El sol, tras la ventana sin cristal de la estancia, ascendía lentamente, hasta convertirse en una bola sangrante que inundaba todo el espacio haciendo que las formas de la mujer se revelaran ante la mirada sorprendida del ex profesor universitario como los ideales de una hembra mediterránea: redondeados, suaves, con las exuberancias convenientes. El pelo, liberado de la permanente atadura de la coleta que lo aprisionaba durante toda la cena en casa de Julio, húmedo y fresco, descansaba displicentemente sobre sus hombros. Y sus ojos, almendras oscuras chispeando de vida, se posaron, aleteando claras intenciones, brevemente, en los de Invención...

Y Carola sonreía. Le sonreía a él.

Hay veces en que una escena en la vida anula cualquier capacidad de discernimiento, cualquier posibilidad de actuar, de ir más allá de la pura y simple recepción de lo que los sentidos aportan. Y la imagen de Carola acercándose a Invención en la penumbra, desde su breve atuendo, con la facilidad que sugería para despojarla de él, entre el sentimiento y el deseo, le paralizaba, le impedía hablar o tomar una actitud.

Algo totalmente impensable en los tradicionales encuentros de Invención con las mujeres...

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“Al Amor lo pintan ciego y con alas”, pensó Invención, “ciego para no ver los obstáculos, con alas para saltarlos”. Pero él, en aquel momento, no quería salir de la ceguera...

Pasaron probablemente dos horas. O quizás más, hasta que el sol inundó completamente el salón. Pero Carola e Invención ya no estaban allí. Sino más allá de aquella puerta por la que había desaparecido la psicóloga en demanda de la ducha.

También pasaron otras muchas cosas que el cerebro de Invención y, probablemente, también el de Carola, se negaban a analizar, a racionalizar, a clasificar.

Y mejor que fuera así. Mejor que se mantuvieran en ese duermevela que anulaba otros sentimientos que ambos sentían enraizarse profundamente. Muy profundamente.

 

ANTONIO FUSTER JUÁREZ

Escritor

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