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GOYA Y LA DUQUESA DE ALBA

Sin duda, mi novela Lo que sólo el tiempo sabe, es una historia de amor a caballo entre dos épocas que traspasa los limites del tiempo, explora sus normas y el modo de saltárselas desde distintos puntos de vista.

Explora también otras relaciones que han sido polémicas a lo largo de la Historia. Entre ellas, la de la 13ª DUQUESA DE ALBA y el pintor FRANCISCO DE GOYA.

Aquí os dejo un corto fragmento, de los varios que contiene la novela, en el que se habla de esa relación. Dice:

Pero Pilar, la duquesa, era voluble, tornadiza, proclive a mudar su carácter y sus afectos. Y Goya lo sabía.

En su visita a Sanlúcar, el verano anterior, el pintor venía de compartir unos días con su amigo Ceán Bermúdez, en Sevilla, cuando fue invitado por la duquesa a pasar una temporada en su palacio de las marismas de Doñana. Ella acababa de enviudar, él estaba recuperándose de la enfermedad contraída años atrás en Cádiz y que le había dejado prácticamente sordo.

En principio, la intención de Goya, lejos de la presión de los encargos y la cercanía de la Corte, era meditar en su nueva forma de desarrollar su arte, en hacerlo más libre, en alejarlo de los cánones y corsés que le imponía la confección de retratos de nobles y reyes. Quería que la observación de sus pinturas por parte del espectador fuera participativa, que no reprodujera en el cuadro todos los detalles superfluos de la realidad hasta la náusea, sino que dejara a quien contemplara su pintura una huella mental incompleta que su propia imaginación perfeccionara. Pensaba también en componer sencillas aguadas de tinta negra que le permitieran de forma casi instantánea plasmar lo que sus ojos veían y su corazón sentía.

Y así fue desarrollando durante su estancia en Sanlúcar lámina tras lámina de un completo álbum. Escenas íntimas de la vida cotidiana. Escenas primorosas y sentidas. Claroscuros grises, líneas negras contorneando y dando relieve a figuras trazadas desde una visión interior, esencial, primaria. Hojas y hojas de papel monocromas, en muchas de las cuales la figura principal era la propia Duquesa acariciando a su hija adoptiva, la negrita María de la Luz, o en actitudes más personales y cargadas de picardía y, ocasionalmente, de erotismo, donde el pintor era un espectador interesado contemplando las escenas que representaba como si las soñara, contagiado del calor, de los sonidos de las chicharras, del piar de los pájaros o del rumor de la abundante vegetación presente en el palacio, las frondas de pinos cercanas o las fuentes plateadas de los patios en sombra... Contagiado del sopor de la siesta infinita de las marismas.

Pero hubo más.

17

El pintor le declaró su afecto. Le dijo que no hacía otra cosa que pensar en ella desde el momento mismo que les presentó Doña Josefa de Pimentel, la Duquesa de Osuna, seis años atrás. Y que nunca fue tan feliz como cuando pudo pasar largas horas admirando su cuerpo, hundiéndose dentro de aquellos ojos retadores, acariciándola con sus pinceles con una pasión como nunca antes sintiera mientras realizaba un retrato. Y que, desde entonces, había sentido celos de su marido, del recientemente fallecido Álvarez de Toledo, y de todos los hombres que la rodeaban, la admiraban y suspiraban por obtener sus favores, y especialmente de aquellos que Goya presentía que los habían conseguido.

Había dieciséis años de distancia entre sus respectivas edades y un abismo de diferencia social, es cierto, pero a la Duquesa parecía no importarle entonces. Pilar correteaba y enredaba con él como una niña que hubiera encontrado su juguete predilecto. Coqueteaba con otros hombres únicamente por el puro placer que le producía observar el mohín de reproche que le dedicaba el pintor cuando lo hacía. Y Goya se sentía inmensamente feliz cuando podía compartir su soledad interior con la vitalidad de Pilar.

Pero pasó el verano. Y el frío viento de las marismas llenó de hielo el alma de la Duquesa.

 

ANTONIO FUSTER JUÁREZ

Escritor

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